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Artículos Científicos

Soberanía y Enemistad. La Radicalización del Conflicto en la Teoría Política Contemporánea 

Sovereignty and Enmity. The Radicalization of Conflict in Contemporary Political Theory

Daniel Inojosa Bravo

Facultad de Ciencias Sociales

Universidad Nacional de San Juan

La Revista de Divulgación Científica de ADICUS

RESUMEN

 

En el presente artículo se intenta abordar algunas perspectivas actuales de la teoría política sobre la relación entre soberanía y enemistad como dinámica de la radicalización del conflicto político. Para ello, en primer lugar, trataremos la conceptualización de Carl Schmitt sobre la dialéctica amigo-enemigo y su relación con la guerra atendiendo a sus desplazamientos semánticos en función de la preeminencia de la instancia decisoria del Estado y su posterior crisis. A continuación, analizamos la recepción de los desarrollos schmittianos en las indagaciones de Antonio Negri sobre la lógica imperial contemporánea y el trastrocamiento que supone en el significado de las categorías jurídico-políticas de la tradición clásica. En tercer lugar, tratamos las consideraciones de Giorgio Agamben sobre la naturaleza de la violencia soberana, en especial, en las diferencias entre las tesis de Schmitt y Benjamin sobre el estado de excepción que junto a la dialéctica amigo-enemigo en el actual paradigma de la guerra civil o stasis. Por último, presentamos las tesis de Achille Mbembe sobre la necropolítica, sus antecedentes en la biopolítica foucaulteana y sus derivaciones en las nuevas formas de la enemistad en clave poscolonial.

 

ABSTRACT

 

This article attempts to address some current perspectives of political theory on the relationship between sovereignty and enmity as a dynamic of the radicalization of political conflict. To do this, in the first place, we will deal Carl Schmitt´s conceptualization of the friend-enemy dialectic and its relationship with war, taking into account its semantic movements based on the pre-eminence of the decision-making body of the State and its subsequent crisis. Next, we analyze the reception of Schmittian developments in Antonio Negri's inquiries about contemporary imperial logic and the disruption it entails in the meaning of the legal-political categories of the classical tradition. Thirdly, we deal with Giorgio Agamben's considerations on the nature of sovereign violence, especially on the differences between Schmitt and Benjamin's theses on the state of exception, which together with the friend-enemy dialectic in the current paradigm of civil war or stasis. Finally, we present Achille Mbembe's thesis on necropolitics, its antecedents in Foucaultean biopolitics and its derivations in the new forms of enmity in a postcolonial key.

 

PALABRAS CLAVES: soberanía-enemistad-conflicto político-teoría política


KEY WORDS: sovereignty-enmity-political conflict-political theory

 

INTRODUCCIÓN

 

Sin dudas, unos de los tópicos más inquietantes de la Ciencia Política contemporánea es el de la violencia como manifestación extrema del conflicto político. En realidad, se trata de un problema ineludible en cualquier reflexión que asuma la distinción entre las “modalidades” que tensionan el “Ser de lo social”.

 

No obstante, este problema fundamental del pensamiento político había sido relegado por los enfoques politológicos a fines del siglo XX como si fuese un gesto de los tiempos de barbarie. Porque si bien desde siempre el problema de la violencia ha constituido un tema central que ha promovido estudios importantes, ciertamente, como en pocos periodos de la historia, es en el pasado siglo cuando el problema ha sido tan importante.

 

Sobre este hecho llamaba la atención Eduardo Grüner. Primero porque entendía que la relación entre política y violencia es ineludible justamente por la violencia constitutiva por la cual surge el poder político. Así, toda configuración institucional, toda estructuración del poder, o bien todo rediseño del Estado y la política encuentran históricamente un precedente conflictivo que se expresa en la violencia. Aparece, por lo tanto, la violencia política como presupuesto incómodo y políticamente incorrecto en algunos desarrollos de la teoría política y social contemporánea. Así, una guerra entre Estados, una guerra civil, la rebelión o el tumultus en la tradición latina clásica, son expresiones de la violencia constitutiva de lo político, y a través de la cual el poder puede tener el objetivo de confirmar o reconfigurar su dominación. En cualquier caso, es posible, y sucede a menudo, un nuevo sentido en la lógica del poder, porque “lo político es violencia inscrita inscripta en la legalidad de lo social”. (Grüner, 1997, pp. 31-38)

 

No resulta casual que, desde la comprensión de lo Histórico, las proyecciones sobre la presente centuria ubiquen a la dialéctica entre conflicto y orden, entre guerra y paz, como la principal tensión que atravesará los años por venir. (Hobsbawn, 2012) Y la razón se debe que estos tópicos se han vuelto fundamentales para comprender la dinámica de los acontecimientos de las últimas décadas, al modificar los alcances del concepto de soberanía y su relación con la enemistad. De este modo, algunos tratadistas, contra los diagnósticos que indicaba la crisis de la soberanía estatal por los procesos de globalización, llegaron a considerar que se reactualizaba el poder soberano del Estado moderno tal vez como pocas veces en la historia ante las exigencias de atender las amenazas a la seguridad que plantea el nuevo escenario mundial de radicalización de la enemistad.

 

Justamente, en el presente trabajo intentaremos abordar las perspectivas actuales sobre la relación entre soberanía y enemistad como dimensión fundamental del conflicto político en la teoría política contemporánea. Para ello, en primer lugar, trataremos la conceptualización de Carl Schmitt sobre la dialéctica amigo-enemigo y su relación con la guerra atendiendo a sus desplazamientos semánticos en función de la preeminencia de la instancia decisoria del Estado y su posterior crisis. A continuación, analizamos la recepción de estos desarrollos de Schmitt en las indagaciones de Antonio Negri sobre la lógica imperial contemporánea y el trastrocamiento que supone en el significado de las categorías jurídico-políticas de la tradición clásica.

 

En tercer lugar, tratamos las consideraciones de Giorgio Agamben sobre la naturaleza de la violencia soberana, en especial, en las diferencias entre las tesis de Schmitt y Benjamin a partir de la conceptualización del estado de excepción que junto a la dialéctica amigo-enemigo se proyecta en la emergencia actual del paradigma de la guerra civil o stasis. Por último, presentamos las tesis de Achille Mbembe sobre la necropolítica, sus antecedentes en la biopolítica foucaulteana y sus derivaciones en las nuevas formas de la enemistad en clave poscolonial y sus consecuencias para comprender la dinámica del conflicto en las sociedades democráticas contemporáneas.

 

A partir de este análisis semántico, se busca comprender la actual estructura de la soberanía y su relación con la enemistad. Pero se trata, además, de comprender una gramática que expresa la continuidad de la lógica del poder soberano en la modernidad y que se deriva de su relación con la violencia y su capacidad para definir a los enemigos que amenazan la seguridad del Estado.


El Modelo Schmittiano de la Enemistad

 

Para Schmitt la guerra es injustificable desde lo normativo. Matar, destruir la vida humana, es injustificable desde el punto de vista moral. Sólo se justifica “en el estricto plano del ser, como afirmación de la propia forma de existencia contra una negación igualmente óntica de esa forma”. (Schmitt, 2002, p. 78) Sólo al Estado, en tanto de depositario del ius belli, le corresponde el derecho de disponer la vida de los habitantes para matar y ser muertos, y el soberano puede determinar quién es el enemigo a partir del “nexo externo de protección y obediencia”. 

 

Lo político en Schmitt, con su propio criterio y distinción específica, tiene su fundamento en lo concreto, la realidad “óntico-existencial” del agrupamiento humano que lleva a que su lógica conflictiva presuponga la posibilidad de la violencia y la guerra. Ahora bien, si se admite que la distinción fundamental de lo económico es entre lo beneficioso y lo perjudicial, en la moral entre lo bueno y lo malo y en el orden estético entre lo bello y lo feo, entonces, nos dice el pensador alemán, lo político también tiene una distinción específica. Porque si cada orden humano tiene sus propios criterios para distinguirlo de los otros ordenes, lo político paralelamente tiene los suyos que no se derivan de ningún otro. Y para Schmitt el criterio específicamente político es la distinción entre “amigo y enemigo”, es decir, se trata de un criterio autónomo e irreductible que permitiría definir lo político al margen de las categorías específicas de la económico, lo moral o lo estético. (Schmitt, 2002, p. 56)

 

La esencia de lo político, a partir de la distinción amigo/enemigo, no es una definición en sentido estricto, ni una determinación de un contenido específico. Tampoco interesa si es moralmente rechazable el que los hombres continúen agrupándose según el criterio propuesto, ni que, desde una valoración “humanitaria”, tal distinción sea un resabio de épocas de barbarie. 

 

Cuando se establece quién es el enemigo político, no es necesario definirlo desde otras categorías morales, estéticas o económicas. El enemigo, por ejemplo, no tiene que ser “moralmente malo” o “estéticamente feo”. El enemigo político “simplemente es el otro, el extraño” en un “sentido particularmente intensivo”. Lo que no significa que también el enemigo político sea percibido como “malo” o “feo”, ya que incluso una distinción como la de lo político, que es la más intensa de todas las distinciones, puede recurrir a otras distinciones para acentuar la intensidad de la separación entre amigo y enemigo. (Schmitt, 2002, p. 57)    

 

Con el propósito de precisar la diferencia entre enemigo público y enemigo privado, Schmitt distingue al “hostis”, o enemigo externo, del “inimicus”, o enemigo interno. El primero es el enemigo público, el segundo es privado. Con el “hostis” existe una oposición existencial, es un irreconciliable que implica la posibilidad de la guerra. En cambio, con el “inimicus” puede compartirse los fundamentos del orden político y no haber necesidad de guerra, en lugar de ser un enemigo existencial puede ser un adversario. Ahora bien, si el “inimicus” niega las bases de convivencia se hace irreconciliable, puede transformarse en protagonista de una guerra civil. Nunca puede equiparase cualquier simple oposición como la “privada” al enfrentamiento político, es decir, a aquél que Schmitt califica como la “más intensa y extrema de todas las oposiciones”. (Schmitt, 2002, p. 59)

 

No obstante, este presupuesto lo niega el liberalismo para sustituirlo por la premisa optimista en la racionalidad humana, con lo cual ha creado una época histórica de despolitizaciones y neutralizaciones que reniega del concepto de enemigo y lo convierte en “oponente en la discusión” o competidor económico. Incluso, apropiándose de la idea de Humanidad y con la falaz idea del pacifismo, emprende la guerra con de “intensidad e inhumanidad insólitas, ya que van más allá de lo político” al criminalizar al enemigo degradándolo por medio de categorías morales o estéticas. El enemigo es el inhumano, el criminal fuera de la ley, aquel al que “hay que aniquilar definitivamente; el enemigo ya no es aquel que debe ser rechazado al interior de sus propias fronteras.” (Schmitt, 2002, p. 66)

 

Es por ello que el liberalismo tiende a radicalizar los conflictos bélicos. A partir de los Universales se erige a sí mismo como el portador de la Humanidad frente a un Otro al que aprecia como enemigo del género humano. Por lo tanto, el liberalismo es el que efectivamente afirmará el trastrocamiento de las categorías político-jurídicas que habían significado un acotamiento de la guerra a partir de reglas humanitarias. Se trata de la “guerra total” que disuelve la distinción entre combatientes y no combatientes, pero que al mismo tiempo va más allá de lo estrictamente militar involucrando otros ámbitos como el económico o propagandístico, llevando la hostilidad hasta lo privado y psicológico. (Schmitt, 2002, p. 138-139)

 

De ahí que adquiera importancia en la modernidad otra variante de los conflictos bélicos, la guerra civil o stásis, lo mismo que las categorías schmittianas de “guerra civil mundial” y “guerra civil legal” que obtiene gran centralidad en el contexto de crisis de los Estados-Nación. El interés por este tipo de conflicto extremo lleva a Schmitt a realizar una serie de precisiones a su concepto de lo político. Si bien el fenómeno de la guerra civil y el partisanismo habían ocupado la atención del pensador alemán, lo cierto es que la dinámica de lo real indica una extensión de la violencia que lleva a la “enemistad absoluta” que busca imponer valores igualmente absolutos. (Schmitt, 2005 c, pp. 39-40)

 

Como estas circunstancias lo lleva a detenerse en este problema, llega, incluso a anticipar las dramáticas y horrorosas consecuencias que devienen de la radicalización de la hostilidad. Pero, en el contexto de la “época de la estatalidad”, tal ampliación del concepto de lo político se ajusta a las tensiones que la modernidad había desatado. Las consecuencias no pueden ser más sombrías nos dice Schmitt cuando le resulta evidente que “nuevas especies de enemistad absoluta tienen que surgir en un mundo en donde los contrincantes se empujan unos a otros hacia el abismo de la desvalorización total antes de aniquilarse físicamente”. Aquellos conceptos que delimitaban claramente la enemistad de la “época de la estatalidad” se desfiguran. Para Schmitt la “enemistad se hará tan horrorosa que ni siquiera se podrá hablar de enemigo y enemistad”, y esta radicalización de la hostilidad lleva a que “la destrucción se hará entonces completamente abstracta y absoluta”. En la línea de la crítica schmittiana, dirá que abandonándose la “enemistad verdadera” a favor de la “enemistad absoluta” la destrucción ya no dirigida para combatir un enemigo, sino para imponer determinados valores, es decir, “de valores supremos, y éstos, como es sabido, no tienen precio”. (Schmitt, 2005 c, pp. 113-114)

 

Las reflexiones de Schmitt sobre la dialéctica amigo-enemigo tienen gran actualidad. Será justamente Antonio Negri el que incorporará estos desarrollos schmittianos para comprender la nueva forma de soberanía imperial. Porque el Imperio es una nueva forma de poder. Es inédito en su extensión y pretensión de universalidad. No sólo “suspende la historia” proclamando su Fin, sino que va más allá en su intento de gobernar la completa naturaleza humana.

 

Tiene, además, en el liberalismo su fundamentación ético-política. No obstante, la matriz liberal es sólo una mera fachada que hace legítima su dominación. Por cierto, se presenta ciertamente como “magnánima”, tolerante y respetuosa de las diferencias, pero, al mismo tiempo, es funcional, produce y reproduce la fábrica de la subjetividad imperial y hace legítima las diversas capturas que opera el sistema de dominación del capitalismo globalizado. Simultáneamente, esta lógica del poder imperial sustenta una forma de ejercicio del poder soberano que busca obturar y destruir las amenazas a la seguridad al nuevo orden. Aparece por lo tanto un sobredimensionamiento de la lógica policial y militar que nos permiten hablar de la conformación de un poderoso Estado Policía.  


Antonio Negri: Soberanía Imperial y Enemistad

 

Existe un acontecimiento fundamental en los comienzos del siglo XXI: el 11 de septiembre de 2001. No fueron desacertadas las observaciones inmediatas que lo calificaban al suceso de trascendental, un quiebre histórico que configuraría siglo que se iniciaba. Algunos, contra los diagnósticos que indicaba la crisis de la soberanía estatal por los procesos de globalización, llegaron a considerar que se reactualizaba el poder soberano del Estado-Nación moderno tal vez como pocas veces en la historia ante las exigencias de atender las amenazas a la seguridad que plantea el nuevo escenario mundial.      

 

No obstante, para Antonio Negri el diagnóstico es mucho más complejo. El concepto de soberanía se ha transformado radicalmente. Así, desde la época de los imperios coloniales donde las potencias extendían a sus colonias su poder soberano de sus respectivos Estados-Nación. Si bien es una etapa de transición también puede sostenerse que la soberanía mantiene su carácter fundamental durante el periodo de la Guerra Fría. Luego del fin del enfrentamiento Este-Oeste se “produjo una transformación de la forma efectiva de soberanía” al aparecer una superpotencia con suficiente capacidad como para detentar con preeminencia la soberanía.

 

Resulta complejo el status del enemigo cada vez que se ha tratado de definirlo. Ahora bien, esta dificultad se acentúa con el surgimiento de la forma política imperial. Se produce la dificultad para distinguir entre exterior e interior, o sea, surge una soberanía global, una “nueva forma de soberanía carente de exterior” que no “diferencia entre dentro y fuera”. Como los enemigos que tiene que enfrentar el Estados son “redes invasoras, no localizables e invisibles”, tiende a primar una lógica “molecular” en la determinación de las amenazas a la seguridad del Estado. Al mismo tiempo, este desplazamiento, tal vez siempre ha existido, pero lo que realmente quiere significar es que “en la actualidad ningún Estado-nación, ni siquiera el más poderoso, es soberano”. (Hardt y Negri, 2004 a, p. 65)

 

Como se hace dificultosa la distinción entre exterior e interior, y si al mismo tiempo no existe un poder único, sino una “forma global de soberanía que carece de exterior”, se sigue que a guerra contra las amenazas a la seguridad se transforma en guerra civil al convertirse en “un conflicto interno de una única sociedad convertida en una sociedad global”. Se trata, en efecto, de una forma de “guerra civil molecular” la que se ha ido conformando progresivamente en los últimos años. (Hardt y Negri, 2004 a, p. 68)

 

Las categorías de la filosofía política y del derecho político no permiten captar esta transformación fundamental del concepto de soberanía. Ni las teorías de Jean Bodin o Thomas Hobbes que se centraban en “el poder de vida y de muerte” o Vitae necisque potestas como expresión del poder absoluto de la soberanía, ni el intento de Carl Schmitt por actualizar su esencia, ni tampoco el de Giorgio Agamben que, ampliando la tesis anterior, considera que es la “antigua forma del bando la esencia del Estado soberano de excepción”. Es por ello que Negri destaca a Maquiavelo antes que Bodin y Schmitt para una “teoría realista de la soberanía” que tenga en cuenta el conflicto entre diversos poderes. (Hardt y Negri, 2004 a, p. 70)

 

No obstante, con reservas tiende a imponerse el modelo schmittiano del estado de excepción. Con la extensión de esta lógica de la excepcionalidad aparece un conflicto insalvable con los fundamentos de la forma ético-política liberal. Paradójicamente coexiste una lógica iuscéntrica con una lógica cratoscéntrica, justamente en el momento en que supuestamente se abre un período de paz global que definitivamente ha superado formas históricas de enfrentamientos violentos.

 

Se produce con ello un trastrocamiento de las categorías jurídico-políticas al tener un carácter indeterminado en lo espacial y temporal. Otra consecuencia importante que podemos señalar apunta a que siendo la enemistad “abstracta e ilimitada”, del mismo se tiende a que los amigos se alían de un modo universal. No sorprende el renacimiento del concepto de “guerra justa” que lleva a que todos se unan en combatir al enemigo terrorista: “Toda la humanidad puede en principio estar unida contra un concepto o práctica abstracta como el terrorismo”. Tampoco tiene que llamar la atención que, por medio del modelo de la “guerra justa”, el paralelismo histórico pertinente sea con las guerras de religión que otrora asolara los pueblos europeos y asocia como malvados a todos aquellos definidos como enemigos que, valga decirlo, está enemistado con toda la humanidad. (Hardt y Negri, 2004 c, pp. 14-16)

 

El nuevo tiempo histórico trae nuevos problemas y la necesidad de que la teoría política puede elaborar un “nuevo léxico” para dar cuenta de su significado, sobre todo cuando se considera la crisis de los paradigmas de la Ciencia Política que exige un “nuevo umbral teórico” como se pretende en Imperio. Si la era imperial exige este esfuerzo teórico, al mismo tiempo esa tarea se torna dificultosa dada la dependencia que tenemos de siglos de reflexión que nos han provisto del lenguaje jurídico-político que conocemos.

 

Con los desarrollos de la modernidad en materia del derecho internacional es apropiado, en esta etapa culminante de la postmodernidad, resumirlos en el concepto de Imperio. A pesar de la complejidad y dificultad de su propuesta, para el pensador italiano es sensato reconocer que existen “síntomas” del resurgimiento de dicho concepto, y si bien el Imperio actual tiene diferencias sustanciales con similares experiencias históricas, estos “síntomas” serían “provocaciones lógicas” que devienen de la historia y que ninguna reflexión teórica puede desconocer: tal es el caso del renacimiento actual del concepto de guerra justa. Sin embargo, la reedición de este concepto que, según su genealogía en la tradición implicaba la “banalización de la guerra” y su “elogio como instrumento ético”, y que fue repudiado en la modernidad, se trata en la actualidad de una “actividad que se justifica a sí misma” como instrumento ético para lograr la paz, absolutizando la hostilidad contra aquél que se considera enemigo. Y con la guerra del Golfo aparece una “nueva epistemología del concepto” de enemigo: “Hoy el enemigo, al igual que la guerra misma, llega a banalizarse (se lo reduce a un objeto de rutina de la represión política) y a absolutizarse (como el Enemigo, una amenaza absoluta al orden ético)”. (Hardt y Negri, 2004 b, pp. 26-27)

 

Lo anterior significa una tensión insalvable con la democracia. Porque, así como la democracia ha sido apreciada en el contexto de la Guerra Fría como un baluarte de la libertad frente al totalitarismo, una vez finalizado el conflicto Este-Oeste finalmente ha triunfado frente a cualquier opción autoritaria. No obstante, los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 significan un dilema entre democracia y seguridad. En realidad, esta paradoja tiene que ver también con el debate entre democracia y globalización. Dos posiciones se enfrentan en este sentido. Para la primera, la globalización (definida en términos económicos) debilita a la democracia y que fortalecer a ésta se debe tomar distancia de la lógica de la globalización mediante la mayor incidencia de la soberanía estatal en las decisiones de las sociedades. Pero esto cambia en el nuevo escenario: la globalización se hace inevitable en el contexto de un “estado de guerra global”, que las exigencias de seguridad y estabilidad se hacen imperiosas ante la amenaza del enemigo. Para la segunda posición la globalización fortalece la democracia al promover los valores liberales con lo cual “el estado de guerra global ha hecho del cosmopolitismo liberal una postura políticamente influyente”. (Hardt y Negri, 2004 c, pp. 231-234)

 

Pero todas estas posiciones contemporáneas no hacen otra cosa que revelar el gran desconcierto de la reflexión política ante la crisis del Estado-Nación. Pero tal desconcierto proviene de los orígenes de la modernidad. Las soluciones que inventaron los teóricos de la democracia de entonces implicaban que era preciso adaptarla a las condiciones de la época, y estas soluciones no son apropiadas en el actual contexto de “estado de guerra global”. La violencia se hace un problema justamente porque puede desencadenarse en cualquier momento y en cualquier lugar del mundo: “y aún más importante desde la perspectiva de la soberanía, hoy no existe un medio seguro para legitimar el empleo de la violencia, ni procedimientos precisos para delimitar un campo amigo y un campo enemigo”. Es por ello que la célebre expresión “protego ergo obligo” que estableciera Hobbes como fundamento de la obediencia de los súbditos y del monopolio de la violencia legítima del Estado tiene que ser puesta en entredicho en el actual contexto. (Hardt y Negri, 2004 c, pp. 238-239)

 

Aparece, por lo tanto, una serie de figuras al interior del derecho para justamente identificar en qué consiste la forma jurídica del imperio y que se deriva de una serie de tendencias por las cuales el derecho global o imperial tiende a incidir y condicionar el derecho soberano de los Estados-nación. Esto último aparece con claridad cuando, por una parte, el imperio “despliega una poderosa función policial contra los nuevos bárbaros y los esclavos rebeldes que amenazan ese orden”, al mismo tiempo que, por otro lado, es aquella instancia que sostiene la globalización económica que abarca todas las complejas tramas de poder de la economía mundial.

 

La constitución imperial tiene esta paradoja fundamental. Lejos de debilitar al Estado lo que sucede en realidad es un reforzamiento inédito en la historia de la función policial-represiva, pero, además, es un Estado débil que resigna funciones de instancias no estatales, la mayoría privadas, que sustentan diversas formas de poder. Así mientras en el Imperio puede hablarse de la preeminencia del Estado Policía en su constitución política-jurídica, también adquiere relevancia otras formas de poder y dominación que aparecen en lo económico-biopolítico y en lo cultural-simbólico.


Violencia Soberana y Guerra Civil en Agamben

 

El proyecto Homo Sacer de Giorgio Agamben ofrece un tratamiento fundamental para comprender la lógica de la soberanía y su relación con la violencia. En tal sentido, el tratadista italiano, concluyendo la primera parte de Homo sacer I, destaca que, justamente, para la compresión de los vínculos estrechos que unen violencia y derecho, y, junto a éstos, de la soberanía, la perspectiva esencial es la que ofrece Para una crítica de la violencia de Walter Benjamin.

 

Las menciones de Agamben sobre la obra de Benjamin se dirigen a la discusión sobre los alcances del poder soberano, en especial, el debate de las tesis schmittianas. La tesis de Benjamin, que ubica la cuestión de la violencia en relación al derecho y la justicia, sitúa el problema de la violencia más allá de las discusiones iusnaturalistas y positivistas sobre los fines y los medios, sobre la legitimidad y la legalidad. En realidad, Benjamin considera que a violencia es consustancial al derecho a través de dos funciones de la violencia, es decir, “la violencia fundadora de derecho” y la “violencia conservadora de derecho”. Igualmente, comenzando con los planteos de Georges Sorel sobre la huelga general, Benjamin distingue por una parte la “violencia mítica” de la “violencia divina”. (Benjamin, 2001, pp. 32-43) Del mismo modo, concierne a la definición schmittiana de la soberanía las consideraciones de Benjamin sobre el estado de excepción. Mencionando Teología política de Schmitt, para Benjamin el soberano no es quien decide sobre el estado de excepción, sino aquél que estando sometido a la indecisión sólo está en condiciones de evitar el estado de excepción. (Benjamin, 2006, pp. 268-269)

 

Sin embargo, Agamben considera que es en la Crítica “la premisa necesaria, y todavía no superada, de cualquier indagación sobre la soberanía.” (Agamben, 2003: 84) Se hace preciso tener en consideración la tesis de Benjamin del carácter fundante de la violencia y su diferencia con la violencia conservadora del derecho. Para comenzar, existe una “zona de anomia” por la cual desaparece toda posibilidad de un nexo entre derecho y violencia, y que demuestra que el poder estatal es incapaz de integrar la anomia por medio del estado de excepción, revelando su carácter de “fictio iuris”. Ahora, siempre según la tesis benjaminiana, sólo “actúa una violencia sin ropaje jurídico alguno.” La “zona de anomia” (el espacio en donde está en juego “la relación entre violencia y derecho”) en uno y otro, en Schmitt y Benjamin, es considerada por el primero que debe estar dentro del derecho, o bien, por el segundo, inevitablemente escindida de él. (Agamben, 2004, pp. 113-114)

 

Lo que sí podemos apreciar es que la crítica benjaminiana hace más compleja la relación entre violencia y derecho, profundiza la radicalidad del estado de excepción como concepto límite si se incluye las distinciones entre, por una parte, “violencia que establece el derecho y a la que lo conserva”, y, por otra, entre “violencia divina” y “violencia soberana”. (Agamben, 2003, pp. 85-86)

 

Se comprende, con ello, que la lógica del poder soberano tiende a radicalizar el conflicto político, precisamente porque las soluciones a la Crisis recurrente del capitalismo generan la necesidad que sea permanente el recurso al estado de excepción, lo que está en la línea de la octava tesis benjaminiana sobre la filosofía de la historia: “actualmente la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción se ha convertido en permanente”. De este modo, si en el contexto contemporáneo el estado de excepción tiende a convertirse en regla y con ello la radicalización de la violencia, se hace imperioso al pensador italiano considerar el fenómeno de la “guerra civil” o stásis partiendo de las aportaciones contemporáneas hasta llegar a las clásicas referencias sobre el tema. En esta estrategia se trata de analizar el hecho contemporáneo de la “guerra civil” que supone el terrorismo: “La forma que la guerra civil ha adoptado en la actualidad en la historia mundial es el terrorismo”. (Agamben, 2017, pp. 32) 

 

En este caso, Agamben busca ampliar sus reflexiones sobre uno de los arcanos del poder político en Occidente. Cabe decir, el vínculo indisoluble entre soberanía y violencia, esta vez desde la óptica de la peramente posibilidad de la disolución del poder soberano y la recaída en el estado de naturaleza. Aparece con ello un complejo tópico que remite a los orígenes del Estado Moderno y al concepto de soberanía que expresa la figura del Leviathan hobbesiano.

 

Se trata, en efecto, de la contraposición entre pueblo y multitud (presente también en Negri), o bien la unión o desunión del Estado por una dinámica recurrente que hace imprevisible la premisa del orden que sustenta a la soberanía. De allí que sea importante el aporte del pensamiento de Hobbes para elaborar su paradigma de la guerra civil y así explicar el funcionamiento de la máquina del poder político en Occidente. Por ello, el pensador italiano distingue la compleja implicación entre “pueblo”, “multitud disuelta”, “guerra civil” y “multitud desunida” para comprender la posibilidad permanente de disolución del poder político. Este problema es abordado por el pensador italiano desde una estrategia genealógica-arqueológica y una lectura teológico-política recuperando la clásica dicotomía entre Leviathan y Behemoth. (Agamben, 2017, pp. 52-62)

 

En última instancia, Agamben retoma aquellos análisis que se deriva de la lectura biopolítica iniciada por Foucault y que involucra el reconocimiento de aquellas categorías clásicas con que se inicia el proyecto Homo Sacer, es decir, polis-oikos, y que deben al mismo tiempo ser articuladas con la extensión de una “gestión económica global” que convive con el inquietante hecho del terrorismo. (Agamben, 2017, pp. 32-33)

 

Pero no es sólo la gramática del estado de excepción y la emergencia de la guerra civil como paradigma político de derivaciones globales lo que cierra la argumentación agambeneana sobre la relación entre soberanía y violencia. Porque el pensador italiano, buscando esclarecer los alcances de su diagnosis de nuestro tiempo histórico, realiza un recorrido por las tesis de Schmitt sobre el concepto de lo político. No reiteraremos estos desarrollos. Sólo indicaremos la notable influencia que podemos apreciar del pensador alemán en los principales recursos teóricos que emplea Agamben para esclarecer los arcanos del poder político en Occidente.

 

En realidad, estas consideraciones exigen ser puestas en una perspectiva más amplia. En este sentido, surge una paradoja fundamental en esta dinámica contemporánea de radicalización de la enemistad. Porque si por una parte Agamben insiste en un problema fundamental de la filosofía de la historia, el fin del animal que pertenece a la especie del homo sapiens cuando ha sucedido el proceso histórico del trabajo y la negación, simultáneamente, por otra, se están reeditando formas de enemistad históricas que se creían superadas, es decir, la radicalización del conflicto en la forma de “guerra civil mundial”.

 

Mbembe y la Necropolítica: Estado de Excepción y Enemistad

 

Achille Mbembe intenta comprender la dinámica del poder desde un pensamiento situado, en este caso la situación de aquellos países que estuvieron bajo el dominio de colonialismo europeo durante los siglos XIX y XX. Para ello, parte de las tesis de Foucault sobre la extensión de la lógica biopolítica en la modernidad.

 

Porque, según Foucault, el clásico poder de la soberanía sobre los súbditos del derecho a la vida y muerte se transforma durante la modernidad occidental. El cambio lo analiza nuestro autor en el capítulo 5 de Historia de la sexualidad I: la voluntad de saber (1976): el poder no busca simplemente prohibir o destruir, ahora sobre todo aspira “producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas”, es un poder que “administra la vida”. (Foucault, 2011, pp. 128-129) 

 

Entre los siglos XVII y XVIII se produce el advenimiento de dos poderes, uno el de las disciplinas de la “anatomopolítica del cuerpo humano” que busca dominar el cuerpo-máquina en los colegios, talleres o cuarteles con base en el ejército y la escuela; el otro la “biopolítica de la población” que intenta regular el cuerpo-especie por medio de estudios sobre longevidad, vivienda o salud pública con base en la demografía y la estadística. Se establece un “poder sobre la vida”, y gracias a estas tecnologías “anatómica y biológica”, el poder no tiene por objeto suprimir sino “invadir la vida enteramente”. (Foucault, 2011, pp. 131-132) 

 

Unos años después, Foucault continúa en esta línea de indagación extendiendo sus análisis sobre el biopoder al problema de la gubernamentalidad, los “dispositivos de la seguridad” y su relación con las políticas sobre población y la economía política. En tal sentido, cobra particular relevancia en el estudio del biopoder el vínculo entre la “razón gubernamental” con la economía de mercado y el liberalismo. (Foucault, 2006, pp. 15-23) La biopolítica moderna incluye cada vez más a la vida en los cálculos del poder estatal, modificando las coordenadas del mundo clásico a partir del momento en que la especie “entra en juego en sus propias estrategias políticas”.

 

Una transformación radical operada por la modernidad que Foucault expresa desde la clásica definición aristotélica del hombre como zoon politikon: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida como ser viviente.” Al mismo tiempo, esta radical transformación modifica sensiblemente el orden de la episteme clásica, al suponer un “nuevo modo de relación entre la historia y la vida”, tanto situada exteriormente como “entorno biológico”, como, fundamentalmente, en su interior al ser objeto de las “técnicas de poder y de saber”. (Foucault, 2011, pp. 135-136) 

 

El enfoque de Mbembe parte de estos desarrollos foucaulteanos. Pero hay una novedad. Le añade al concepto de biopoder el paradigma del estado de excepción y el instituto jurídico-político del estado de sitio, lo que supone que la soberanía es definida como “el derecho de matar”: el poder, por lo tanto, produce “excepción, urgencia y enemigos ficcionalizados”. Además, con el fin de complementar este concepto, Mbembe extrae las correspondientes consecuencias de las ideas de Foucault para considerar que el poder que divide entre los que pueden vivir y deben morir se ubica en última instancia en el campo biológico. Aparece, en este sentido, la importante cuestión del racismo. Porque es a través de la raza el poder político expresa su verdadero sentido en contextos de dominación colonial, es decir, cuando la racionalidad del biopoder occidental ejerce su dominio sobre “pueblos extranjeros”. (Mbembe, 2011, pp. 21-23)

 

El paradigma, en este sentido, es el de la colonia, y cuya comprensión como zona de excepcionalidad es accesible a partir de las tesis schmittianas sobre el estado de excepción. Mientras el ius publicum regula la relación y las reglas de la guerra entre Estados civilizados o europeos, el resto del mundo es concebido por un espacio a ocupar fueras de las reglas del derecho internacional. He aquí el lugar que ocupan las colonias habitadas por salvajes, a las que se las entiende como “zonas de guerra”. De allí que no sólo impera la lógica de la excepcionalidad jurídico-legal, sino que no es posible entender la relación de los países colonizadores con los colonizados a partir de la distinción amigo-enemigo. Antes bien, prima el trastrocamiento de estas categorías y ya no se puede distinguir entre enemigo y criminal. Por eso, el poder soberano de matar se amplía considerablemente en los territorios considerados colonias, no hay ley, no hay crimen. Es una política de la muerte que se aplica indiscriminadamente: el conquistador puede matar impunemente al Otro, es decir, al indígena. (Mbembe, 2011, pp. 38-40)

 

Vemos delimitados los rasgos de la necropolítica y la conversión del biopoder en necropoder. Es en Políticas de la enemistad donde Mbembe profundiza sus indagaciones, recurriendo a las tesis Franz Fanon que ya era central en sus trabajos previos, pero una vez más será Schmitt el que le dará las claves conceptuales para comprender el rango de la actual crisis política mundial que ha extendido la lógica del estado de excepción y las formas de enemistad. Esta vez, la categoría fundamental, es la de “enemigo absoluto” que el pensador alemán define en Teoría del partisano (1963).

 

En clave poscolonial, Mbembe dirige su crítica a los supuestos de la democracia contemporánea, a la ficción que supone su pretensión racional y humanitaria de desplazar el conflicto y la negación del Otro, cuando lo que sucede en realidad es lo contario: la democracia occidental sigue produciendo enemigos. La democracia ha construido una semántica mitológica que se opone radicalmente a su realidad fisiológica. Es en definitiva la “necesidad del enemigo”, una necesidad profunda física y psíquica de tomar distancia existencial con el Otro. Y no sólo esto, ahora se comprende la dinámica contemporánea que anima a las democracias europeas. Es decir, el síntoma aparente de esta lógica es el levantamiento de muros contra los refugiados y desplazados para ser coherente con su génesis y sobre todo con su legado colonial, o, para ser más precisos, con su racismo cultural. (Mbembe, 2018, pp. 66-68)

 

Nos encontramos aquí con una derivación compleja y problemática de la relación entre soberanía y enemistad. Como vemos, se abren muchas posibilidades para comprender desde nuestra situación la lógica imperial que históricamente ha atravesado nuestras sociedades. Que incluso nos permite abordar con herramientas teóricas apropiadas la emergencia de los paradigmas de la seguridad que recientemente han proliferado en nuestra región en las últimas décadas.

 

Nos referimos a la función policial del Estado cuando se trata de delimitar las amenazas a su seguridad que en su momento había sido inspirada en un modelo colonial de una potencia extranjera que buscaba combatir a un “enemigo interno”. Mbembe nos ofrece a través de múltiples recursos teóricos, como el pensamiento de Fanon y de algunas categorías schmittianas, un mapa de conceptos que nos proyectan a reinterpretar nuestra trágica historia reciente.   

 

CONCLUSIONES 

 

Se puede llegar a comprender la importancia actual de reflexionar sobre la relación entre soberanía y enemistad y sus proyecciones a la comprensión del conflicto político. Se actualiza, como hemos visto, la dialéctica amigo-enemigo con los desplazamientos semánticos de la crisis de la soberanía estatal del modelo wesfaliano. Y, por lo pronto, debemos reconocer al liberalismo como el programa ético-político que legitima la lógica del poder soberano, pero que, al mismo tiempo, promueve la radicalización del conflicto político.

 

Las formas de enemistad y la lógica del poder estatal que busca proteger las sociedades de las amenazas a la seguridad adquieren diversas modalidades en la actual situación del capitalismo globalizado. Emergen diversas zonas de excepcionalidad delimitadas por el poder soberano que aparecen en las distintas distribuciones espaciales, de localización concreta (dentro y fuera del Estado), así también como la definición de grupos humanos (dentro y fuera de las fronteras estatales) presentados como amenazas al sistema. (Zamora Godoy, 2019, pp. 93-94)

 

Para ampliar estas consideraciones sobre la relación entre poder soberano y espacio, se puede señalar la reaparición de antiguos institutos del derecho internacional como es el concepto de “guerra justa” y que actualmente son utilizados por las potencias imperialistas para justificar la expansión de sus intereses a través de una permanente redefinición geopolítica del mundo. (Soriano Díaz, 2016)

 

Pero no es algo nuevo. Tal vez la más sombría entre estas justificaciones haya sido las experiencias de colonialismo e imperialismo de las Repúblicas liberales durante el siglo XIX y XX. De cómo el orden liberal, con sus preceptos, sus reglamentaciones y su potencial emancipador, en fin, la lógica de la pretensión imperial civilizatoria y humanitaria, podía coexistir con experiencias extremas de deshumanización del Otro.

 

Fue lo que Frantz Fanon expresaba con crudeza en su libro-denuncia, su libro-proclama, Los condenados de la tierra (1961). Resulta interesante, en este caso, comprender cómo la violencia simbólica antecede a la violencia física, de cómo desde la mentalidad civilizada se puede reducir al Otro al nivel de las bestias. (Fanon, 2007, pp. 36-37) Claro está, ese imperialismo que denunciaba Fanon no se parece en nada al actual imperialismo de los países hegemónicos, nada tiene que ver con la sutil y falaz tesis de Samuel Huntington en El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (1996).

 

La tesis de Huntington no desconoce la dimensión económica o política del conflicto, tampoco señala que es irrelevante. Lo que más bien afirma es que esas clases de enfrentamientos tienden a quedar subsumidos por la relevancia o centralidad que van adquiriendo los de orden cultural. En un mundo dividido en siete u ocho civilizaciones, destaca el politólogo estadounidense a Occidente por sus valores democráticos, aunque, al mismo tiempo, pronostica que “la política global se ha vuelto multipolar y multicivilizacional”. (Huntington, 1997: 22-30) Pero una vez señalado el inevitable proceso, no exento de problemas y conflictos, viene su preocupación cuando se trata de analizar el problema del universalismo occidental y la difusión del discurso ético de la democracia y los derechos humanos. En tono sombrío Huntington no deja de insistir en la amenaza que supone este panorama de las civilizaciones y atento al título del libro manifiesta los desafíos para la preponderancia de Occidente. (Huntington, 1997, pp. 217-230)

 

Es por ello que Negri y Hardt lo llaman sugestivamente Gehimrat, justamente porque es el fiel ejemplo del modo típico de los aportes de la ciencia política norteamericana en la actual era del Imperio. No dejan de recordar las contribuciones de Huntington durante los años 70´ en la Trilateral Comission criticando el exceso de demandas populares que hacen peligrar la estabilidad de la democracia y que posteriormente inspirará la destrucción neoliberal del Estado de Bienestar. Luego, reeditando las tesis spenglereanas y finalizado el enfrentamiento Este-Oeste que distinguía con claridad entre amigos y enemigos, el Geheimrat norteamericano encuentra en la tesis del choque de civilizaciones una reedición de la hostilidad: “Los que pertenecen a nuestra civilización son nuestros amigos; otras civilizaciones son nuestros enemigos”. Pero, ironía del destino para este fiel servidor del poder estadounidense, su tesis no puede ser esgrimida por racista en el contexto de guerra contra el terrorismo luego de los atentados del 11 de septiembre. (Hardt y Negri, 2004 c, pp. 33-35)

 

Lo cierto es que la entidad de lo político que hemos visto con Schmitt puede ser apreciado en relación con diversos aportes como los de Agamben a partir de la tesis biopolítica de Michel Foucault, esta vez para sacar a luz uno de los arcanos del poder político en Occidente.  Porque hay un rasgo distintivo del poder soberano: la violencia. Se trata, en efecto, de una lógica inveterada del ejercicio de la soberanía, un factum de lo político que demuestra continuidad desde su originaria fundamentación. Así, podemos apreciar que hubo desde siempre una captura de la vida humana de parte del poder soberano y que se manifiesta en el célebre derecho a la vida y la muerte, un derecho exclusivo que reactualiza y potencia la función policial del Estado a partir del paradigma de la guerra civil y la redefinición permanente de los alcances de la enemistad.

 

En la misma dirección es lo que intenta Achille Mbembe sobre la especificidad de lo político de Schmitt en relación con el contexto de su elaboración, en especial, con la compleja cuestión de la definición del extraño, del Otro que lleva a una peligrosa asimilación con el racismo. De este modo, la necropolítica y la enemistad en clave postcolonial nos permiten ampliar las trazas foucaulteanas de la perspectiva biopolítica.

 

Como para Mbembe resulta fundamental la reflexionar sobre el legado de la violencia colonial, es interesante contrastar el imperialismo grosero que en su momento denunciaba Fanon y el imperialismo que Huntington pretende disimular en una nueva versión de la lógica imperial. Digamos que ambos tienen la misma pretensión universalista: imponer por medio de la violencia un determinado modelo civilizacional. En esta dirección, la lógica civilizatoria imperial no ha logrado clausurar el conflicto, ni menos instaurar formas de relativización de los “enfrentamientos existenciales”.

 

Por último, señalamos un tema importante para el debate actual de la teoría política: desde la extensión de la lógica de radicalización de la enemistad se aprecia como un problema fundamental la tensión entre Estado de Derecho y Estado de Policía. Aparece una racionalidad política-jurídica que tiene como dispositivo fundamental al estado de excepción y que, entre otras consecuencias, deriva en una extensión sin reservas del trato punitivo a grupos de personas consideradas peligrosas. Se recrean de este modo diversos institutos del derecho político y constitucional que permiten la discriminación e identificación de individuos, para luego excluirlos de su condición de ciudadanos, y, finalmente, separarlos de la legalidad y de los mecanismos de protección de los derechos humanos.

 

REFERENCIAS

 

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